Las lágrimas de la ciudad creaban mares de angustia sobre el suelo. Su silueta la remarcaba el rojo de su ceñido vestido sobre la paleta de grises de esa mañana, sin apenas sol. Se cubría la cabeza con una rebeca que, a modo de paraguas, evitaba que se mojase más de lo que su corazón la permitía. Cruzaba en diagonal la calle, con el convencimiento de que era inmune a todos cuantos por allí deambulaban: caminantes, conductores, grisáceos rostros impertérritos tan duros como losas. ¿Cómo era posible que se estuviese desaciendo su interior sin que nadie la viese llorar? ¿Cómo era posible que sólo sus ojos estrangularan hasta el más duro guerrero... y sin embargo... pasasen desapercibidos entre tanto, tanto gris? Su aligerado paso emitía un taconear precipitado, pero exacto como un diapasón. Jugaba con el ritmo de su vida, intercambiando blancas, con negras, con miedo a alternar con una semi... con miedo a un todo. Se moría por dentro, y...

realmente... así lo quería. Exalaba vapores cargados de ansia y cansancio, de deseo y desesperación. Mientras se asfixiaba se apoyaba sobre un coche negro. Mal aparcado, casi descompuesto, casi roído por ladrones, casi... casi no andaba. Casi era él. Sus ojos reflejados sobre el cristal opaco se vieron, por primera vez en mucho tiempo. Y se vieron cansados de seguir cruzando desapercibida, buscando cada día entre lágrimas una historia de cine.
Resurge en ti, pequeña,
hazme ver por qué vale la pena vivir,
por quien vale la pena morir.
Relátame otro cuento de cama.
Relátame en la cama.
Acomódate sobre mi pecho y...
volemos,
siempre tendremos eso,
quizás sea lo único a lo que alcancemos.
Ahora,
Valpo muere cada noche desde que la dije que me iba.
Y que conmigo...
Venía ella.
Vida en libertad.
Muerte en libertad.
Sueños de libertad.