...breve paso entre dos mundos...

Estaba parado en mi coche, en un semáforo, absorto en mi mismo, analizando todo lo que me rodeaba, como si fuese un fantasmagórico espectador, alguien que allí no importaba a nadie. Miraba todo con detenimiento, como si abriese por primera vez mis ojos y descubriese un mundo nuevo, ese que tantas veces descubría en mis días, en mis horas, durante el cuarto de siglo ya pasado. El cruce de "Las cuatro esquinas". Todas las hormigas que deambulaban por aquellas calles eran las mismas de siempre. Muchas desconocidas... pero todas con un mismo semblante, propio, falso, chillón, inapetentes de vida y tan hartos de jactarse de ella. Frente a mi, pintando la calle a ribetes blancos, un paso de peatones que nunca antes había simbolizado, como en ese momento, una tregua entre dos mundos tan opuestos. A la izquierda del paso, él esperaba paciente aque pasaran los treinta y un segundos que duraban allí el rojo. Tenía la tez blanquecina, huidiza de sol, los mofletes enrojelloracidos por un andar algo pesado. Sus gafas, sus zapatos, su reloj, su traje, todo inmaculado, como su propósito. Cogiendo al peso con su mano derecha, un portafolios de piel negra y un libro, también de tapas negras, y con una inscripción dorada que invitaba a la vida eterna de la que él se había enamorado y a la que él había entregado su vida dando la propia al cambio, perdiéndose de todos los secretos pecaminosos que nos hacen sentir realmente vivos. Sus pose inquieta transmitía una extraña tranquilidad. Metió la mano en su bolsillo izquierdo y sacó su teléfono móvil. Hacía como si estuviese haciendo uso de él, pero probablemente sólo lo bloqueaba y desbloqueaba, mirando una y otra vez la hora, viendo encenderse y apagarse mil veces la luz de éste. Parecía que lo usaba, pero sólo pretendía distraer la atención de aquellos que lo fijaban en su entrecejo. En la esquina de enfrente, al otro lado del paso, casi llegando a la puerta de la Confitería El Paso, un matrimonio cuarentón que, por ordinarios, se mimetizaban en el gris del asfalto. Y un paso detrás, una chica. De repente el verde del peatón. Fijé mi mirada en él, se dispuso a cruzar, cruzó de repente... su mirada dirigió la mía, y la dirigió hacia ella, y se perdió en ella, y yo caí en su ser. Vestía ropas oscuras que contrastaban con su blanca piel, y su pelo era aún más moreno que el portafolios que aguantaba él, ella poseía la mirada más endiablada que pueda una persona ver en un rostro tan fino como lo era el de aquella chica. Todos sus rasgos faciales eran suaves y afilados. Incluídos sus ojos de aspecto oriental, bordeados de sombras prefabricadas, que la daban el aspecto terrible a aquella chica. Pero él, sabiéndola el demonio, la miraba entre el deseo de salvarla... y el deseo de arrancarle la piel a tiras, y no por tortura, sino por por bravura de loco amante. Se debatía en tan sólo décimas de segundo... entre acatar el cielo o disparale a la sien. Y casi le dispara a la sien al cielo. La chica caminaba detrás de la pareja ordinaria y, tras éstos, se metió en la Confitería. Él se había quedado inmóvil, a un paso de la acera, y no pudo despegarse de ella, ni de sus ojos hasta que no le dejó más opción que la de mirarle el trasero. Era el demonio, él... un ángel... o no tanto. 


Uno renuncia a su vida, puede hacerlo, pero jamás a sus deseos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No renuncies a ninguno!,
tienes tu vida y tus deseos, porque es mi vida tambien y mis deseos!

MâKtü[b] dijo...

los deseos son incontrolables, los maneja el instinto, nosotros no podemos acer nada, weno o si, podemos ocultarlos, pero el problema de esconderlos son las facturas de después...

n., dijo...

No hay nada mejor que ir observando a la gente cuando se está en la calle, no Cerkadelmar?